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Peces

por Alan Talevi

 

Micaela tiene cinco años y es bizca. «Estrabismo divergente», dijo el médico. Que es, no puede negarse, el peor tipo de bizquera posible, esa en la que uno de los ojos se tuerce hacia afuera. Cuando los ojos están desviados hacia adentro, bajo cierta luz, desde determinado ángulo, la bizquera puede pasar por un gesto de concentración. Al estrabismo divergente, en cambio, no hay con qué darle.
Victoria, la mamá de Micaela, no soporta mirar a su hija a los ojos. Si no fuera por ese defecto, su hija sería una nena de una hermosura perfecta. Ya tan chica se le nota que heredó la altura y la delgadez esbelta de la madre y la piel morena y los ojos aindiados de Gabriel. De no ser por ese accidente en los ojos, Micaela hubiera sido un ejemplo maravilloso de las posibilidades de la combinatoria genética.
El rechazo de la madre se agrava cuando la nena tiene sus ataques de risa o de susto. Es algo que le sucede de golpe: mirando el aire se echa a reír o adopta una mueca de terror y enseguida se pone a llorar, o se escapa corriendo no se sabe de qué. Esos arranques, sumados a la bizquera, la hacen parecer tonta o, peor, loca. Victoria insistió en hacerle todos los estudios habidos y por haber para descartar una deficiencia mental o un retraso en el desarrollo. Le hicieron resonancias y tomografías computarizadas. Estudios genéticos. La sometieron, incluso, a un complejo test desarrollado en la Universidad de Denver, en el que Micaela tuvo que abrir frascos, manipular cubos, nombrar animales que le mostraban en láminas con dibujos, caminar sobre una línea recta como haría un equilibrista. Los médicos concluyeron que no hay nada anormal en ella.
Le molestan tanto los ojos de Micaela que por ese asunto se peleó a muerte con el padrino, que era el mejor amigo de Gabriel. Cuando la bizquera se hizo evidente para todos, el padrino de la nena no tuvo mejor idea que decir que ya de recién nacida él le había visto algo raro en los ojos. ¿Y por qué no dijo nada? No quería ofender a los padres señalando un defecto. No se dicen cosas feas de los bebés. Son los padres los que deben darse cuenta de esas cosas. Confrontado por Victoria, el padrino dijo que temía que mataran al mensajero. Hijo de puta.
Si lo hubiera dicho a tiempo, el ojo malo habría podido corregirse fácilmente mediante parches, colirios, rehabilitación. El médico habló de «penalización óptica del ojo dominante con gotas de atropina». A Victoria esa palabra, «penalización», le sonó bien. Los árboles jóvenes necesitan tutores para que el viento no los deforme.
El médico explicó: el cerebro del niño bizco, al no poder reconciliar las imágenes de los dos ojos, descarta la que llega del ojo desviado. Con el tiempo, el ojo malo puede volverse ciego.
Ahora, como la bizquera ha durado tanto, la mejor opción es una cirugía. Victoria la haría sin chistar, pero Gabriel se resiste. Arguye que el trauma para la niña, que la posibilidad de que algo salga mal, que las burlas de los compañeritos de preescolar cuando vuelva del hospital con un parche en el ojo. Un argumento más estúpido que el otro. Y el más estúpido de todos: que la niña es como es. Que no hay nada malo en ella. ¿No se da cuenta que las burlas y el rechazo de los niños irán en aumento, que la crueldad infantil se refina con los años, que ningún adolescente querrá una novia bizca? Cagón. Tiene miedo de que a Micaela le pase algo. Cada vez lo respeta menos. A veces llega a pensar que se equivocó al elegirlo.
Una tarde, cuando vuelve del trabajo, encuentra, sobre el sillón de la sala de estar, la bolsa verde a cuadros del jardín con el nombre de la hija bordado y, en el piso al pie del sillón, un globo rojo. Trata de no hacer ruido. Escucha que su marido y Micaela hablan en la habitación. Es un acuerdo que tiene con Gabriel: ella lleva a la niña al jardín y él la pasa a buscar. El globo tiene algo raro: en vez de piolín, lo han atado con muchas tiras de nylon. Las maestras jardineras de hoy en día están obsesionadas con reciclar cosas para forjar en los niños conciencia ambiental. Levanta el globo, lo sostiene a la altura de la cara, las tiras de nylon cuelgan ahora como una delgada cola de caballo. Lo deja sobre el sillón, busca en la cocina uno de los cigarrillos que tiene escondidos, lo enciende y sale al balconcito que da a la calle. Aunque da pocas pitadas, le gusta la sensación de sostenerlo entre los dedos, el azul del humo. Ve pasar por la vereda a un vendedor con una canasta repleta de yerberas envueltas en papel celofán; a una chica culona en calzas que va o viene del gimnasio; a un hombre en edad de jubilarse y su galgo afgano. Le llegan lejanas las risas de la nena y su padre.
Apaga la colilla en la tierra de una maceta, después tira la colilla a la calle, la sigue con la mirada hasta que toca la vereda. Vuelve a la sala de estar y anuncia:
—¡Llegué!
Micaela suelta un grito de alegría y viene corriendo. Gabriel aparece un minuto después. ¿Se quedó ordenando los juguetes? ¿O nada más se regaló a sí mismo un momento vacío, sentado en la cama, armándose para seguir? Se dan un beso seco en la boca y ella nota que él la huele, y aunque él no dice nada, ella sabe que desaprueba que haya estado fumando. Que se curta.
Micaela le muestra el globo, levantándolo por encima de la cabeza. Victoria dice:
—Qué hermoso globo.
La niña sigue con el globo encima de su cabeza. Victoria se da cuenta de que se lo está ofreciendo. Lo toma. Hace como que lo estudia. Micaela sonríe, parece como si el ojo derecho fuera a escaparle de la cara. Cuando sonríe es lo peor: la combinación de sonrisa y ojo díscolo le da un aspecto siniestro. Victoria no entiende bien por qué. Quizá sea que la sonrisa no es un gesto que involucra solo a los labios, sino que surge siempre de un efecto de composición entre los ojos y la boca. Tal vez haya algo más: al sonreír, la niña revela que no le importa su fealdad, cosa que, para Victoria, es imperdonable; todo lo feo debería sobrellevarse con la mayor discreción y sobriedad posible. El sonreír con esos ojos es, de algún modo que ni la niña debe ser capaz de entender, un acto de desafío.
Victoria pregunta por qué el globo tiene tantas colas.
—Porque es un pez.
—¿Un pez?
—Un pez de los que vuelan, mamá.
—Los pájaros vuelan, Mica. Los peces no. Los peces nadan.
—Hay peces que vuelan, ma.
Victoria suspira.
—¿De dónde sacaste esos peces?
—De acá –contesta Micaela y separa las manos y los brazos como abarcando la casa.
—¿Los viste en la tele?
La niña ahora mueve la cabeza de un lado a otro. Gabriel mira a Victoria con esos ojos de indio manso y gesto inexpresivo. Casi no habla, pero se las arregla siempre, Dios sabe cómo, para censurarla desde el silencio. Como no quiere soportar esa mirada, Victoria cierra los ojos y rota la cabeza alrededor del cuello escuchando en la base de la nuca pequeños sonidos de algo que se desgrana. Cuando completa un círculo perfecto con la cabeza, abre los ojos y vuelve a la nena:
—¿Quién le puso tantas colitas al pez, hija?
—La seño.
—¿La seño Florencia?
Micaela asiente. Victoria le pone una mano sobre la cabeza y dice que tiene que ir a preparar la cena. En la cocina, hierve un atado de brócoli y cinco remolachas, ralla dos zanahorias. Sabe que es mejor cocinar los vegetales al vapor para aprovechar los nutrientes, que parte de las vitaminas se pierden por el calor y otra parte se va en el agua de hervor. Pero hoy no tiene ganas de cocinar. Si estuviera sola, cenaría una zanahoria cruda y atún. Comería el atún de la lata para no ensuciar platos. El piso de la cocina está húmedo. Humedad condensada. Pasa el trapo. Es raro que la maestra del jardín haya armado un globo con tantas colas. ¿A lo mejor se trataba de un juego? Cuando el brócoli y la remolacha están blandos (pero no demasiado) los cuela en la pileta y ve cómo el agua rojiza escurre por el desagüe. Pone agua nueva en la olla, para la pasta, y la devuelve al fuego. Le gusta que la corona de fuego en la hornalla sea de un azul perfecto, sin naranjas o amarillos. Pela las remolachas. Las corta en dados del grosor de su dedo índice. Una comida multicolor es una comida sana, piensa. Se pregunta qué juego exigirá que un globo esté atado con múltiples piolines. O tiras de plástico, en este caso. Se imagina una vista área de la salita del jardín, los niños con sus delantales verdes haciendo ronda alrededor de un globo, cada niño aferrando una tira distinta, como hacen las solteras alrededor de la torta de casamiento. Mete la zanahoria, el brócoli y la remolacha en un bol de vidrio oscuro. Agrega un poco de sal (solo un poco, porque la sal produce adicción), jugo de limón y aceite de oliva. Mezcla todo.
Cenan temprano y en silencio. Le gusta cuando la cena se da así. En silencio los sabores se aprecian mejor. Y, además, cuando la nena se concentra en el plato, los párpados le tapan los ojos y por un rato, lo que dura la cena, Victoria fantasea que la niña es todo lo perfecta que pudo ser y que son una familia feliz. Al vaciar el plato Micaela pide, como le enseñaron, permiso para levantarse de la mesa. Pregunta si puede ver dibus. «Media hora», dice Victoria.
Gabriel prepara café expreso. Mientras revuelve el suyo, Victoria insiste en que quiere, «necesitan», operar a la niña. Discuten. Reinciden en los mismos argumentos y Victoria piensa que cuando los argumentos se repiten ya no importan, en ese punto las cosas se reducen a una guerra de voluntades. Nadie tiene una voluntad más fuerte que ella. Ni siquiera ese falso indio con pulóver escote en V y aire intelectual que ahora la mira con los brazos cruzados. Ella busca un cigarrillo y se dispone a encenderlo con la hornalla de la cocina. El cigarrillo queda sin encender porque Micaela grita. Escuchan que la nena corre, después un golpe y llanto. La encuentran en la sala de estar: llora y corre en círculos alrededor del sillón. El padre se apura a alzarla, la abraza contra el pecho, pero la nena no se calma, sus piernitas se agitan el aire, los gritos se agudizan, se quiebran, escalan otra vez. Victoria se lleva la mano a la boca, se da cuenta de que está temblando, ella misma al borde de un ataque de nervios.
—Ya, hija, ya –dice. Piensa que ella no se merecía esto. Había hecho todo bien, en el orden y el tiempo correctos. Tuvo a la niña antes de los treinta. ¿Por qué no pudo tener una niña normal?
Si no hay nada malo con el cerebro de la niña, entonces sencillamente está loca. Habrá que llevarla al psiquiatra. Psicólogos no, eso jamás. Tratamientos largos de resultado incierto. Estafadores. Oscurantistas.
La nena se calma, y ahora nada más solloza. El padre le da palmaditas en la espalda mientras mira a Victoria. La mira con reproche, diciéndole sin decirlo que debería ser ella y no él quien sostuviera a la niña. Y tal vez tenga razón, pero ¿cómo puede ella ayudar si él llega siempre primero?, ¿qué espacio le deja? Se supone que el hombre de la casa debería mantener la frialdad, la distancia. Tomar las decisiones difíciles. Decisiones como operar a la niña, por ejemplo. Pero no. Gabriel está para jugar, para contener y consentir. Eso no es un padre. La sustituyó y ella tuvo que hacerse cargo del papel más feo.

 

Al otro día, cuando lleva a Micaela al jardín y la señorita Florencia sale a recibirla, Victoria suelta la mano de su hija y cuando la ve reunirse con sus compañeros de la salita, comenta:
—Me dio curiosidad el globo que Micaela trajo ayer.
Aunque la sonrisa persiste en la cara de la señorita Florencia, aunque incluso la sonrisa se exagera un poco, Victoria siente que no le cae bien a la maestra. La señorita Florencia no dice nada, se cruza de brazos, ladea la cabeza, frunce el ceño sin dejar de sonreír. Victoria sigue:
—No sé. Es la primera vez que veo un globo con muchas colas. Me dio curiosidad a qué habrían estado jugando.
La señorita Florencia asiente con la cabeza. Le pide que la acompañe. La lleva al sector de la salita donde se exhiben los dibujos de los niños y le señala un grupo de dibujos que llevan la firma torpe de su hija «Mica», en letras mayúsculas. En dos de los dibujos, la «c» está invertida.
—Ella me pidió que haga eso con su globo. Como ves, le gustan las aguas vivas.
¡Aguas vivas!, piensa Victoria. Los peces que vuelan son aguas vivas. Dos de los dibujos, uno en crayones y el otro en tempera, muestran grupos de medusas de colores diversos. El dibujo en témpera tiene un carácter llamativamente artístico: son cinco medusas; en dos de ellas, a la izquierda, predomina el color azul, una es rosada y las otras dos son verdes y amarillas. Todas están, sin embargo, contaminadas en los tentáculos con los colores de las otras. La hoja está, además, salpicada de pintura y algunas pinceladas sueltas que no conectan con las campanas de las medusas. Victoria tiene que reconocer que la elección y disposición de los colores es bastante armónica. ¿La ayuda la señorita Florencia con la elección de colores? ¿Cómo puede una maestra prestarle tanta atención a una sola nena, teniendo otros veinte o treinta a cargo? Hasta podría decirse que concentrar la atención en una única alumna es negligente. En otro de los dibujos, en lápiz, hay una figura humana, una figura femenina que bien podría, por el color de pelo, representar a Victoria. Es una figura estirada, con ojos grandes, nariz triangular y la boca una pequeña línea quebrada en zigzag. El cuello, el torso y los brazos están dibujados con un único trazo, la falda es un trapecio, las piernas dos palitos que terminan en círculos. Salvo por la cara y el pelo, todo el resto del cuerpo de la mujer del dibujo está coloreado con lápiz negro. A Victoria eso le resulta raro porque el negro es un color que detesta y evita a toda costa.
Pregunta si han hablado de las aguas vivas en clase. La señorita Florencia dice que no. ¿Dónde vio su hija, entonces, a esos bichos? La maestra se encoje de hombros y dice que Micaela tiene una sensibilidad especial. Que a lo mejor sus ojitos le hacen ver el mundo de manera diferente. La madre siente deseos de fumar. Lo único que falta es que, para enaltecer el ojo desviado de su hija, esta mosquita muerta le hable de los problemas de la vista de Monet y Degas.
—Usted se llevaría muy bien con el padre de Mica –sentencia Victoria. Le parece ver que la maestra se ruboriza un poco y esconde la mirada–. La sensibilidad no la va a librar del bullying, al contrario. La sensibilidad no le va a conseguir novio cuando crezca.
La maestra ríe, cosa que a Victoria no le gusta nada.
—Acá no hay bullying. Ya no es como antes. Los chicos de ahora son más abiertos, por suerte.
—¿Pero qué dice? Si a cada rato hablan de eso en los noticieros.
La maestra le pone una mano en la espalda, gesto que la exaspera todavía más. Victoria le pediría que por favor no la toque, pero no quiere tensionar más las cosas.
—Eso es en la secundaria, con chicos más grandes, que son ya de otra generación –dice la señorita Florencia–. El cambio generacional ahora sucede más rápido, todo está muy acelerado. Estos chicos son distintos. Son mejores que lo que éramos nosotros.
Victoria agradece con frialdad y se despide. Cuando se está yendo la maestra sugiere que tal vez podría llevar a Micaela al acuario, viendo que tiene tanto interés por el mundo submarino. Victoria hace como que no la oye.
Cuando por la tarde vuelve a la casa, la encuentra vacía. Fuma en el balcón y después se come dos Tic Tac de menta. Padre e hija llegan a la media hora, cargando bolsas de un negocio de papelería y cotillón. De una de ellas, Micaela saca una bolsa de globos. ¿Para qué, si falta mucho todavía para el cumpleaños? Dice que van a fabricar peces voladores. Gabriel corrige: «aguas vivas». Victoria se pasa la lengua por los dientes. Dice:
—¿Ya te convenció la mosquita muerta?
—¿Qué? –pregunta Gabriel. La manera en que su marido se hace el tonto le confirma lo que sospechaba: una complicidad con la maestra.
—Dale. Falta nada más que me digas que querés llevarla a pasear al acuario.
No espera respuesta. Va a la cocina, corta un pepino en rodajas, las coloca en un bol, se retira al dormitorio. Se quita los zapatos y la ropa, se pone una bata acolchada. Se acuesta boca arriba y dispone las rodajas sobre la cara. El frescor le relaja los músculos faciales, la piel se hidrata con el agua de la pulpa, absorbe sus vitaminas. Permanece así un buen rato, hasta que el tacto del pepino deja de ser frío y siente que ya tomó de él todo lo que podía tomar. Tiene menos ganas de cocinar que ayer, pero sabe que si no prepara la cena el marido llamará a un delivery de pizza o empanadas. Se obliga a levantarse, mete los pies en las pantuflas y los arrastra hasta la cocina. Hará la comida más simple de la que es capaz: milanesas al horno y puré instantáneo. Al pasar por la sala de estar ve un par de globos atados con múltiples tiras de nylon. Sin que la vean se asoma a la habitación de la nena. Hay más globos idénticos, un ejército de medusas. La mosquita muerta debió de enseñarle la técnica de los globos-medusa al marido. El piso de la cocina está transpirado. Esta maldita humedad, piensa. Pasa el trapo. Las milanesas le quedan secas y el puré demasiado salado. Mientras cenan le pregunta a la niña que son todos esos globos que andan dando vueltas por ahí.
—¡Peces mamá!
—Los peces no vuelan. Viven en el agua. Lo que ustedes hacen con los globos son aguas vivas. Que no son peces.
—¿Y qué son?
—Otra cosa. Animales hechos de gelatina. Que también viven en el agua. Fuera del agua se secan y se mueren.
Gabriel quiere comérsela con la mirada. La milanesa quedó tan seca que cuesta pasarla por la garganta. Victoria exprime sobre ella el jugo de un limón entero y le agrega una cantidad exagerada de mayonesa.
—Yo las vi fuera del agua.
—Eso no puede ser.
—¡Yo las vi!
—Sos una mentirosa, Mica.
—Basta —dice Gabriel. Micaela y Victoria se callan.
La nena termina la milanesa y pide permiso para levantarse de la mesa. Pregunta si puede ver dibus. Victoria dice que no. Micaela se va a su habitación. Poco después Victoria también se levanta, dejando a Gabriel solo con los dos cafés expresos recién servidos. Se sienta a ver televisión en la sala de estar. En un canal de aire entrevistan a una cantante de música tropical. La cantante habla de maratones de conciertos de diez a quince shows por noche. Cuenta que una vez, en Tucumán, empezó el primer show a las tres de la tarde y terminó el último a las nueve de la mañana del día siguiente. Dice que no tenía técnica, que no sabía respirar, que se arruinó las cuerdas, que por eso ahora tiene quistes. En otro canal encuentra un programa de una iglesia evangélica brasileña, en el que enumeran, con dramatizaciones, los siete síntomas de posesión por espíritus: nerviosismo, dolores de cabeza, insomnio, miedo, enfermedades, deseos de quitarse la vida, vicios. Los espíritus hablan al oído para inducir al suicidio. Le dicen a la víctima que no tiene amigos, que es miserable, que no hay solución. El vicio puede ser químico o no, aclara una voz en off. Los videojuegos y la pornografía también son un vicio, agrega la voz. La madre piensa que estar poseído por un espíritu suena parecido a lo que los psicólogos llaman neurosis. Se regodea pensando que ella siempre lo dijo: no hay mucha diferencia entre un psicólogo y un pastor evangelista. Ahora la iglesia ofrece, por un módico precio, frascos de vidrio milagrosos con agua del Mar Rojo y arena de Belén. Los talismanes serán bendecidos en ceremonias que se realizan los martes y viernes por la noche. Vuelve a la entrevista. La cantante tropical intenta cantar un tango.
Esa noche no solo le cuesta dormir, como suele pasarle. Está tan agitada que ni siquiera consigue cerrar los ojos o mantenerse quieta en la cama. Siente el estómago burbujeando y que los dedos de los pies se le doblan, sin quererlo, como garras. Trata de relajarse. Contrae y estira los dedos de los pies. Piensa en la señorita Florencia. En su cara ancha, en el rastro de pecas que le recorre los pómulos. Siempre creyó que las maestras de jardín son unas perversas. Por eso les gustan a tantos hombres. Del otro lado de la cama, su marido resopla. Piensa en Gabriel teniendo sexo con la señorita Florencia. A la señorita Florencia seguro le encanta chuparla. La imagina de rodillas, desnuda de la cintura para abajo, pero con el delantal verde a cuadros y volados. Para distraerse, repasa las señales de posesión demoníaca y cuenta cuántos de los síntomas suele experimentar. Insomnio y nerviosismo tuvo toda la vida. Dolores de cabeza sufre desde que nació Micaela. Enfermedades no. Tiene de una salud de hierro. Deseos de suicidarse tampoco, jamás. ¿Miedo? Un síntoma demasiado general. Quién no tiene miedo a alguna cosa. Su único vicio, el cigarrillo, lo superó. No puede decirse que uno o dos al día califiquen de vicio. La señorita Florencia vuelve, no se rinde. Ahora ella, la niña y el marido pasean por el acuario. La maestra insiste en usar el delantal verde. No se lo quita nunca. Llevan a la nena de la mano, uno de cada lado, y cada tanto hacen fuerza para levantarla en andas y Micaela ríe. Sigue bizca. A ellos no les preocupa la bizquera. Para ellos la nena es bella a pesar del ojo torcido. Se paran delante de la pecera de las medusas. Hay unas preciosas con campanas celestes llenas de puntos que parecen botones blancos. Los tentáculos terminan como las mangas de un vestido abullonado, arrugados en frunces.
Pensar en el cigarrillo le dio ganas de fumar. El cigarrillo y el insomnio son una mala combinación. Lo que el insomne necesita es dejar de pensar. La nicotina espabila.
Sale de la cama y camina descalza hacia el balconcito de la sala de estar. Cuando entra al living se patina y casi pierde el equilibrio: las baldosas también están transpiradas ahí. Ruega que esa leve pátina de agua que se acumula sobre las baldosas sea, nada más, humedad condensada. Que no sea un problema de plomería, un caño roto, un desagüe tapado: el agua siempre busca salir. No soportaría tener que romper las paredes o el piso por un problema de cañerías. Se sobresalta y ahoga un grito cuando dos globos con colas de nylon pasan flotando a la altura de su cabeza. Puta madre, piensa. Una de las ventanas de la sala de estar quedó abierta y circula una corriente de aire fresco. Agarra uno de los globos, lo aprieta contra la panza y lo sigue apretando despacio para amortiguar el ruido de la explosión. Antes de desgarrarse, el globo emite un sonido largo y lastimero, como un perro que gime.
Deja caer el plástico fofo. Enciende el cigarrillo y tiene un momento de paz, un instante suspendido. Por la calle anda nada más una pareja de barrenderas, una al lado de cada cordón, empujando sus carros de plástico. El traqueteo sobre el asfalto funciona como una especie de arrullo, los ojos se le entrecierran. Ahora el sonido se detiene y cada barrendera, con una sincronización tal que parece que estuviera viendo un ballet, se va a la vereda que le toca con la escoba y la pala y barren y recogen la mugre. Le da vergüenza tirar la colilla a la vereda, así que la deja en una de las macetas. La puede tirar mañana.
Está volviendo a la habitación cuando escucha a Micaela gemir en su cuarto; es incapaz de distinguir si se trata de una risa o un llanto. Se acerca sigilosa a la puerta entornada de la habitación de la niña. Se asoma. Micaela está de pie en medio de la habitación. Ríe. Hay un globo flotando frente a ella. Los tentáculos de nylon también flotan. La madre mira hacia la única ventana de la habitación: está cerrada. Siente como si alguien la apretara el estómago. El globo desciende un poco y luego los tentáculos de nylon se agitan y vuelve a subir. Se desplaza así, describiendo ondas en el aire. Primero hacia la ventana, después en sentido contrario, hacia la puerta, bajo el umbral donde está parada Victoria. Oye un ruido plástico y ve que, pegados a las paredes, otros dos globos flotan bajo. Piensa que tal vez sea un fenómeno eléctrico. ¿Estática? Tal vez sí hay un caño de agua roto. Quizá el caño roto provocó un cortocircuito en la instalación eléctrica. ¿Puede ser que las paredes estén electrificadas y que el campo eléctrico induzca ese comportamiento en los globos? Como respondiendo a su pensamiento, el interior de uno de los globos empieza a brillar. Primero, con una luz débil, dudosa. Después, con más fuerza. El globo se ilumina desde dentro, se apaga gradualmente, vuelve a encenderse. Otros globos también se encienden.
La mirada extraviada de Micaela y la de Victoria se encuentran. La nena sonríe.

 


TALEVI, Alan. “Peces” en Anomalía. Córdoba: EM (Editorial Municipal de Córdoba), 2020.

 

Sobre el autor

Alan TAlevi

Nació en Buenos Aires en 1980. Obtuvo el 1º y 3º premios del Concurso Itaú de Cuento Digital (2016, 2017), el primer premio del Círculo de Estudiantes de Artes de la Escritura de la UNA (2017) y el 2º Premio del Concurso Luis José de Tejeda (2019). Publicó en diversas revistas y portales literarios y en las antologías "La Plata, Ciudad inventada" (Primer párrafo, 2011), "Los bordes de la biología" (Evaristo, 2018), "De otro planeta" (La Comuna, 2021). Publicó los libros de cuentos "Pero ninguna palabra sobrevive" (Malisia, 2019) y "Anomalía" (Editorial Municipal de Córdoba, 2020). Fue incluido en la antología Audiocuento y es uno de los fundadores de la editorial Salta el Pez. Es Investigador Independiente del CONICET.
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